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Santa Isabel de Hungría

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De una carta escrita por Conrado de Marburgo, director espiritual de santa Isabel

(Al Sumo pontífice Gregorio IX, año 1232: A. Wyss, Hessisches Urkundenbuch 1, Leipzig 1879, 31-35)

Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres

 

Pronto Isabel comenzó a destacar por sus virtudes, y, así como durante toda su vida había sido consuelo de los pobres, comenzó luego a ser plenamente remedio de los hambrientos. Mandó construir un hospital cerca de uno de sus castillos y acogió en él gran cantidad de enfermos e inválidos; a todos los que allí acudían en demanda de limosna les otorgaba ampliamente el beneficio de su caridad, y no sólo allí, sino también en todos los lugares sujetos a la jurisdicción de su marido, llegando a agotar de tal modo todas las rentas provenientes de los cuatro principados de éste, que se vio obligada finalmente a vender en favor de los pobres todas las joyas y vestidos lujosos.

Tenía la costumbre de visitar personalmente a todos sus enfermos, dos veces al día, por la mañana y por la tarde, curando también personalmente a los más repugnantes, a los cuales daba de comer, les hacía la cama, los cargaba sobre sí y ejercía con ellos muchos otros deberes de humanidad; y su esposo, de grata memoria, no veía con malos ojos todas estas cosas. Finalmente, al morir su esposo, aspirando a la máxima perfección, me pidió, con lágrimas abundantes que le permitiese ir a mendigar de puerta en puerta.

 

En el mismo día del Viernes santo, mientras estaban desnudados los altares, puestas las manos sobre el altar de una capilla de su ciudad, en la que había establecido frailes menores, estando presentes algunas personas, renunció a su propia voluntad, a todas las pompas del mundo y a todas las cosas que el Salvador, en el Evangelio, aconsejó abandonar. Después de esto, viendo que podía ser absorbida por la agitación del mundo y por la gloria mundana de aquel territorio en el que, en vida de su marido, había vivido rodeada de boato, me siguió hasta Marburgo, aun en contra de mi voluntad: allí, en la ciudad, hizo edificar un hospital, en el que dio acogida a enfermos e inválidos, sentando a su mesa a los más míseros y despreciados.

Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol.

 

Antes de su muerte, la oí en confesión, y, al preguntarle cómo había de disponer de sus bienes y de su ajuar, respondió que hacía ya mucho tiempo que pertenecía a los pobres todo lo que figuraba como suyo, y me pidió que se lo repartiera todo, a excepción de la pobre túnica que vestía y con la que quería ser sepultada. Recibió luego el cuerpo del Señor y después estuvo hablando, hasta la tarde, de las cosas buenas que había oído en la predicación: finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devoción a todos los que la asistían, expiró como quien se duerme plácidamente.

 

ORACIÓN

Oh Dios, que concediste a santa Isabel de Hungría la gracia de reconocer y venerar en los pobres a tu Hijo Jesucristo, concédenos, por su intercesión, servir con amor infatigable a los humildes y a los atribulados. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.

La autoridad es servicio a la justicia y a la caridad.

Catequesis en la audiencia general del miércoles 20 de octubre de 2010; SS Benedicto XVI. (Extractos)

Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy quiero hablaros de una de las mujeres del Medievo que ha suscitado mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, también llamada Isabel de Turingia. (…)

 

Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, proporcionaba vestidos, pagaba las deudas, se hacía cargo de los enfermos y enterraba a los muertos.

Bajando de su castillo, a menudo iba con sus doncellas a las casas de los pobres, les llevaba pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y las camas de los pobres. Cuando refirieron este comportamiento a su marido, este no sólo no se disgustó, sino que respondió a los acusadores: «Mientras no me venda el castillo, me alegro». En este contexto se sitúa el milagro del pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con su marido que le preguntó qué llevaba. Ella abrió el delantal y, en lugar de pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.

 

Su matrimonio fue profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, en cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado de la gran fe de su esposa, Luis, refiriéndose a su atención por los pobres, le dijo: «Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado». Un testimonio claro de cómo la fe y el amor a Dios y al prójimo refuerzan la vida familiar y hacen todavía más profunda la unión matrimonial. (…)

 

Una dura prueba fue el adiós a su marido, a finales de junio de 1227 cuando Luis IV se unió a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que se trataba de una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: «No te retendré. He entregado toda mi persona a Dios y ahora también tengo que darte a ti». Sin embargo, la fiebre diezmó  las tropas y Luis cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcarse, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años.

Isabel, al conocer la noticia, se afligió tanto que se retiró a la soledad, pero después, fortalecida por la oración y consolada por la esperanza de volver a verlo en el cielo, comenzó a interesarse de nuevo por los asuntos del reino. Pero la esperaba otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose auténtico heredero de Luis y acusando a Isabel de ser una mujer devota incompetente para gobernar. La joven viuda, junto con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y buscó un lugar donde refugiarse. Sólo dos de sus doncellas permanecieron a su lado, la acompañaron y confiaron a los tres hijos a los cuidados de los amigos de Luis. Peregrinando por las aldeas, Isabel trabajaba donde recibía acogida, asistía a los enfermos, hilaba y cosía.

Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y entrega a Dios, algunos parientes, que le seguían siendo fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse en el castillo de la familia en Marburgo, donde vivía también su director espiritual Conrado. (…)

En noviembre de 1231 la atacaron fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Unos diez días después, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse sola con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios de su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el Papa Gregorio IX la proclamó santa y, el mismo año, fue consagrada la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.

Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos que la fe y la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás, y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace también la esperanza, la certeza de que Cristo nos ama y de que el amor de Cristo nos espera y así nos hace capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y de este modo a encontrar la verdadera justicia y el amor, así como la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.

Tú que superaste el sufrimiento con el gozo de elevar himnos a Dios, infunde en nosotros tu espíritu de paciencia ante la adversidad.

ORACIÓN POR LOS ENFERMOS A SANTA ISABEL DE HUNGRÍA

 

Oh Dios misericordioso,
alumbra los corazones de tus fieles;
y por las súplicas gloriosas de Santa Isabel,
haz que despreciemos las prosperidades mundanales,
y gocemos siempre de la celestial consolación.

 

Oh dulce Isabel,
tú que superaste el sufrimiento
con el gozo de elevar himnos a Dios,
infunde en nosotros
tu espíritu de paciencia ante la adversidad.

 

Concédenos el don de saber perdonar.

 

Líbranos de las pasiones dañinas,
de manera que podamos seguir sirviendo al Señor
con todo el corazón,
con toda el alma,
con todas las fuerzas.

 

Que así sea.

Por nuestro Señor Jesucristo.

Amén.

SEMBLANZA

Carta con motivo del VIII centenario del nacimiento de Santa Isabel de Hungría (17-XI-06)

LEYENDA Y VIDA DE ISABEL

 

En la vida de Santa Isabel se manifiestan actitudes que reflejan literalmente el evangelio de Jesucristo: el reconocimiento del señorío absoluto de Dios; la exigencia de despojarse de todo y hacerse pequeña como un niño para entrar en el reino del Padre; el cumplimiento, hasta sus últimas consecuencias, del mandamiento nuevo del amor.

 

Se vació de sí misma hasta hacerse asequible a todos los menesterosos. Descubrió la presencia de Jesús en los pobres, en los rechazados por la sociedad, en los hambrientos y enfermos (Mt, 25). Todo el empeño de su vida consistió en vivir la misericordia de Dios-Amor y hacerla presente en medio de los pobres.

 

Isabel buscó el seguimiento radical de Cristo que, siendo rico, se hizo pobre, en el más genuino estilo de Francisco. Abandonó las apariencias y ambiciones del mundo, el boato de la corte, las comodidades, las riquezas, los atuendos de lujo… Bajó de su castillo y puso su tienda entre los despreciados y heridos para servirles. Fue la primera santa franciscana canonizada, forjada en la fragua evangélica de Francisco.

 

Es cierto que la efemérides que celebramos se pierde en la penumbra de un pasado remoto, envuelto en leyendas, pero estamos convencidos de que, si en este año jubilar nos encontramos con la santa y su obra, más allá de la leyenda, saldremos enriquecidos en nuestro ser y en nuestro obrar.

Su vida ha sido entretejida de leyendas, fruto de la veneración, de la admiración y de la fantasía, que plasman facetas importantes de su personalidad. Pero nos interesa más la historia que se esconde detrás de las leyendas.

 

Queremos conocer su personalidad, su genio, su santidad única y provocativa. Las leyendas que envuelven su persona son los colores vivos de su imagen, son la metáfora de los hechos; no las podemos tampoco desechar.

 

¿Quién fue Isabel? Una princesa de Hungría que nació en 1207, hija del rey Andrés II y de Gertrudis de Andechs-Merano. Según la tradición húngara, nació en el castillo de Sárospatak, uno de los preferidos por la familia real, al norte de Hungría. Como fecha, la tradición suele indicar el 7 de julio. Podemos retener como seguro sólo el año.

 

Siguiendo los usos vigentes entre la nobleza medieval, Isabel fue prometida como esposa a un príncipe alemán de Turingia. A la edad de cuatro años (1211), fue confiada a la delegación germana que fue a recogerla en Presburgo, entonces la plaza fuerte más occidental del reino de Hungría.

 

Fue educada en la corte de Turingia, junto a los otros hijos de la familia condal y junto al que sería su esposo, como era costumbre entonces. Se casó a los catorce años con Luis IV, landgrave o gran conde de Turingia. Tuvo tres hijos. Enviudó a los veinte años. Murió a los 24, en 1231. Fue canonizada por Gregorio IX en 1235. Un récord de vida densa y crucificada, para escalar la santidad más elevada y ser propuesta como ejemplo imperecedero de abnegación y entrega.

 

Hay un malentendido arraigado entre el pueblo cristiano, debido a las leyendas y biografías populares poco rigurosas, que sostienen que Isabel fue reina de Hungría. Pues bien, jamás fue reina ni de Hungría ni de Turingia, sino princesa de Hungría y gran condesa o landgrave de Turingia, en Alemania. Tradicionalmente se representa a Isabel con una corona que usaba no como reina, sino como princesa o gran condesa.

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ESPOSA Y MADRE
 

Las compañeras y doncellas de Isabel nos cuentan que su peregrinación hacia Dios empezó en la tierna infancia: sus juegos, sus ilusiones, sus oraciones apuntan desde sus primeros años hacia un más allá.

 

En 1221, a los 14 años, se casó con el landgrave Luis IV de Turingia. Luis e Isabel habían crecido juntos y se trataban como hermanos. La boda tuvo lugar en la iglesia de San Jorge de Eisenach.

 

Hasta 1227, Isabel fue ejemplar esposa, madre y landgrave o gran condesa de Turingia, una de las mujeres de más alta alcurnia del imperio.

 

Las relaciones matrimoniales entre ellos no fueron según el estilo común de la época, de ordinario marcadas por razones políticas o de conveniencia, sino de afecto auténtico, conyugal y fraterno.

 

De casada, Isabel dedicaba mucho tiempo a la oración en las altas horas de la noche, en la misma cámara matrimonial. Sabía que se debía a Luis totalmente, pero había oído ya la invitación del «otro esposo»: «Sígueme».

De este amor con dos vertientes manaba, sin embargo, un profundo gozo y plena satisfacción, no el conflicto de una escisión interior. Dios era el valor supremo e incondicional que alentaba todos los otros amores al esposo, a los hijos, a los pobres.

 

Isabel tuvo tres hijos: Germán, el heredero del trono, Sofía

y Gertrudis; ésta última nació cuando ya había muerto su esposo (1227), víctima de la peste, como cruzado camino de Tierra Santa. Ella contaba solamente 20 años.

 

Con la muerte de Luis, murió también la gran condesa y se acentuó la hermana penitente. Se discute entre los biógrafos si fue echada del castillo de Wartburgo o se marchó. La respuesta a su soledad y al abandono fue el canto de agradecimiento que pidió entonar en la capilla de los Franciscanos, el Te Deum.

 

ISABEL, PENITENTE FRANCISCANA
 

Isabel de Hungría es la figura femenina que más genuinamente encarna el espíritu penitencial de Francisco. Había ya numerosos penitentes franciscanos; muchos hombres y mujeres del pueblo seguían la vida penitencial marcada por san Francisco y predicada por sus frailes. Los hermanos menores llegaron a Eisenach, la capital de Turingia, a finales de 1224 o principios de 1225. En el castillo de Wartburgo residía la corte del gran ducado, presidida por Luis e Isabel.

La predicación de los frailes menores entre el pueblo, predicación que habían aprendido de Francisco de Asís, consistía en exhortar a la vida de penitencia, es decir, a abandonar la vida mundana, a practicar la oración y la mortificación, y a ejercitarse en las obras de misericordia. Este estilo de vida lo describe Francisco en la Carta a todos los fieles penitentes.


Un tal fray Rodrigo introdujo en la vida de penitencia a Isabel, ya predispuesta para los valores del espíritu. Los testimonios de su franciscanismo, que aparecen en las fuentes isabelinas, son innegables:

 

— Consta que Isabel cedió a los frailes franciscanos una capilla en Eisenach.
— También, que hilaba lana para el sayal de los frailes menores.
— Cuando fue expulsada de su castillo, sola y abandonada, acudió a los Franciscanos para que cantaran unTe Deum en acción de gracias a Dios.
— El Viernes Santo día 24 de marzo de 1228, puestas las manos sobre el altar desnudo, hizo profesión pública en la capilla franciscana. Asumió el hábito gris de penitente como signo externo.
— Las cuatro doncellas, interrogadas en el proceso de canonización, también tomaron este hábito gris. Esta «túnica vil», con la que Isabel quiso ser sepultada, significaba que la profesión religiosa le había conferido una nueva identidad.
— El hospital que fundó en Marburgo (1229) lo puso bajo la protección de san Francisco, canonizado pocos meses antes.
— El autor anónimo cisterciense de Zwettl (1236), afirma que «vistió el hábito gris de los Frailes Menores».

El empeño demostrado por Isabel en vivir la pobreza, regalarlo todo y dedicarse a la mendicidad, ¿no eran las exigencias de Francisco a sus seguidores?

 

Estos testimonios vienen corroborados por otras fuentes que ilustran la vida penitencial de Isabel, tales como las reglas y otros documentos franciscanos, el Memoriale propositi o regla antigua de los penitentes, las semejanzas o conformidades entre Isabel y Francisco.

 

LAS DOS PROFESIONES DE ISABEL
 

En las fuentes biográficas encontramos dos profesiones de Isabel y dos maneras de hacer la profesión que estaban en uso entonces. Con la primera entró en la Orden de la Penitencia, todavía en vida de su esposo. Con sus manos en las manos del visitador, Conrado de Marburgo, prometió obediencia y continencia. Conrado era un predicador de la cruzada, pobre y austero, probablemente sacerdote secular. Isabel, con el consentimiento de Luis, lo eligió personalmente porque era pobre. Los visitadores no tenían que ser necesariamente franciscanos. San Francisco, en la Regla no bulada (1221), ordena que «ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia por algún hermano, sino que, una vez aconsejada espiritualmente, haga penitencia donde quiera» (1 R 12).

Con Isabel profesaron además tres de sus doncellas o compañeras, que formaron una pequeña fraternidad de oración y vida ascética bajo la guía de su superior-visitador Conrado.

 

Después de la muerte de Luis su esposo, las doncellas acompañaron a Isabel en su exilio del castillo hacia el reino de los pobres. Fueron su aliento en las horas amargas de soledad y abandono. Junto con ella emitieron una segunda profesión pública el Viernes Santo de 1228, viniendo a formar así una fraternidad religiosa. Sus doncellas recibieron como ella el hábito gris y se empeñaron en el mismo propósito de testimoniar la misericordia de Dios; comían y trabajaban juntas, salían juntas a visitar las casas de los pobres o a buscar alimentos para repartirlos a los necesitados. Al regresar, se ponían a orar.

 

Se trataba de una verdadera vida religiosa para mujeres profesas, sin clausura estricta y dedicadas a una labor social: servicio a los pobres, marginados, enfermos, peregrinos… Era una forma de vida consagrada en el mundo.

 

Pero la aprobación canónica de semejante estilo de vida comunitaria femenina, sin clausura estricta, tuvo que esperar siglos para ser reconocido por la Iglesia. La vida en el monasterio era entonces la única forma canónica admitida por la Iglesia para las comunidades religiosas de mujeres.

 

Isabel, sin duda, supo coordinar ambas dimensiones de vida, la de la intimidad con Dios y la del servicio activo a los pobres: «Mariam induit, Martham non exuit», vistió el hábito de María, pero no se despojó del de Marta.

 

Hoy las congregaciones femeninas de la TOR son unas 400, con más de cien mil religiosas profesas, que siguen las huellas de Isabel en la vida activa y contemplativa, y pueden llamarse sus herederas.

 

PRINCESA Y PENITENTE MISERICORDIOSA
 

La breve vida de Isabel está saturada de servicio amoroso, de gozo y de sufrimiento. Su prodigalidad y trato con los indigentes provocaba escándalo en la corte de Wartburgo; no encajaba en su medio. Muchos vasallos la tenían como una loca. Aquí encontró una de sus grandes cruces: vivió crucificada en la sociedad a la que pertenecía y entre aquellos que desconocían la misericordia.

 

En el ejercicio pleno de su autoridad, cuando era todavía la gran condesa y en ausencia de su marido, tuvo que afrontar la emergencia de una carestía general que hundió al país en el hambre. No dudó en vaciar los graneros del condado para socorrer a los menesterosos. Isabel servía personalmente a los débiles, los pobres y los enfermos.

 

Cuidó leprosos, la escoria de la sociedad, como Francisco. Día tras día, hora tras hora, pobre con los pobres, vivió y ejerció la misericordia de Dios en el río de dolor y de miseria que la envolvía.

 

En los desventurados Isabel veía la persona de Cristo (Mt 25,40). Esto le dio fuerza para vencer su repugnancia natural, tanto que llegó a besar las heridas purulentas de los leprosos.
 

Pero Isabel no sólo usó del corazón, sino también de la inteligencia en su obra asistencial. Sabía que la caridad institucionalizada es más efectiva y duradera. En vida de su marido, contribuyó en la erección de hospitales en Eisenach y Gotha. Luego construyó el de Marburgo, la obra predilecta de su viudedad. Para atenderlo fundó una fraternidad religiosa con sus amigas y doncellas.

 

Trabajaba con sus propias manos en la cocina preparando la comida, en el servicio de los indigentes hospitalizados; fregaba los platos y alejaba las sirvientas cuando éstas se lo querían impedir. Aprendió a hilar lana y a coser vestidos para los pobres y para ganarse el sustento.

 

ISABEL CONTEMPLATIVA Y SANTA
 

La santidad aparece en la historia de la Iglesia como una locura, la locura de la cruz. Y la de Isabel es una espléndida locura. En su vida brilla con singular esplendor la virtud de la caridad. Su persona es un canto al amor, compuesto de servicio y abnegación, volcado a sembrar el bien.

 

Se propuso vivir el Evangelio sencillamente, sin glosa diría Francisco, en todos los aspectos, espiritual y material. No dejó nada escrito, pero numerosos pasajes de su vida sólo pueden entenderse desde una comprensión literal del Evangelio. Hizo realidad el programa de vida propuesto por Jesús en el Evangelio:

 

— El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda por amor a mí o al Evangelio, la recobrará (Lc 17,33; Mc 8,35).
— Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mc 8,34-35).
— Si quieres ser perfecto ve, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme (Mt 19,21).
— El que ama a su padre, madre e hijos más que a mí, no puede ser digno de mí (Mt 10,37).

 

La ardiente fuerza interior de Isabel brotaba de su relación con Dios. Su oración era intensa, continua, a veces, hasta el éxtasis. La conciencia constante de la presencia del Señor era la fuente de su fortaleza y alegría, y de su compromiso con los pobres. Pero también el encuentro de Cristo en los pobres estimulaba su fe y su oración.

 

Su peregrinación hacia Dios está jalonada por gestos decididos de desprendimiento interior hasta llegar al despojo total, como Cristo en la cruz. Al final de su vida no le quedó para sí nada más que la túnica gris y pobre de penitencia, que quiso conservar como símbolo y mortaja.
Isabel irradiaba gozo y serenidad. El fondo de su alma era el reino de la paz. Vivió realmente la perfecta alegría enseñada por Francisco, en la tribulación, en la soledad y en el dolor.

«Debemos hacer felices a las personas», les decía a sus doncellas, sus hermanas.

 

CONCLUSIÓN.
 

Isabel pasó por esta vida como un meteoro luminoso y esperanzador. Hizo resplandecer la luz en el corazón de muchas almas. Llevó el gozo a los corazones afligidos. Nadie podrá contar las lágrimas que secó, las heridas que vendó, el amor que supo despertar.

 

Su santidad fue una novedad rica en matices y eminentes virtudes. Desde entonces ya no fueron solamente las mártires o las vírgenes las elevadas al honor de los altares, sino también las esposas, las madres y las viudas.

Isabel recorrió el camino del amor cristiano como seglar, en su condición de esposa y de madre; pero, después de la segunda profesión, fue una mujer plenamente consagrada a Dios y al alivio de la miseria humana.

 

Si evocamos su nacimiento, su personalidad singular y su sensibilidad, es para que, a través del conocimiento y de la admiración, también nosotros nos convirtamos en instrumentos de paz, y aprendamos a verter un poco de bálsamo en las heridas de los marginados de nuestro tiempo, a humanizar nuestro entorno, a secar algunas lágrimas. Derramemos la bondad del corazón allá donde falta la misericordia del Padre. Que el compromiso que vivió Isabel estimule nuestro propio compromiso. Su ejemplo e intercesión iluminarán nuestro camino hacia el Padre, fuente de todo amor: el bien, todo bien, sumo bien; la quietud y el gozo.

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